Pasaba tardes enteras en el sofá viendo la televisión o mirando al techo, a los muebles. Lunático. El amor siempre pasa por la luna y cuando no se puede estar en la luna, se sueña con la luna. Eso pensaba yo. Había otra luna para aquel tipo que fue mi marido y me amó tanto. Se había convertido en un peregrino. Ya no estaba conmigo, y no sé cuando empezó a irse. Había algo demoledor en cada razonamiento. Casi no se podía percibir, pero estaba ahí, en las conversaciones, en las miradas de sus ojos piadosos, en su educación, en su voz profunda. Hacía que yo me sintiera culpable de sus continuos decaimientos cada vez que abordábamos la situación. La crisis venía de lejos. Ya no recordaba la última vez que dijo algo parecido a que me veía bonita. Hoy todo es temporalidad, oscura temporalidad. Lo es cuando estoy metida en este asunto que arruina mi vida, a la que me había acostumbrado, en la que era más o menos, feliz. Un día cualquiera empezó a cambiar como compañero de viaje y en
La realidad es lo que se puede describir con el lenguaje, es un lenguaje descriptivo, no la realidad en sí. Por eso “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” Ludwig Wittgenstein