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Todas las mañanas de la vida que ya nunca volverán

Para Marta López Wangeneberg y para todos los suyos


Siempre me recordó a esa chica guapa del telediario que se pone seria para dar las noticias. Conservaba una timidez natural en la que casi nadie repara y, a menudo los desconocidos, confundían con ese engreimiento que solemos llevar puesto los del norte. La consecuencia era ese gesto inexorable y limpio, puro como el hielo y la bondad.
He de reconocer que me encantaba hablar con ella de las cosas mundanas como si fueran ajenas a nosotros, porque con ella sentía eso que buscaba siempre para observar al mundo; distancia. Ella tenía esa capacidad. Una mirada que la alejaba de las cosas, el mundo estaba ahí y nosotros nos encontrábamos a salvo de ser parte de esa incomodidad implícita que conlleva la pertenencia. Y aunque nada nos librara de esos momentos de gravedad que a veces nos ocurren al vivir, me sentía reconfortado charlando con ella, porque hasta en los momentos difíciles era capaz de encontrar la conformidad necesaria para tratar de comprender que nada podía ser tan constante ni tan eterno como para desesperarse.
El caso es que la tuve perdida durante años, pero Vero mantiene una estrecha relación de amistad con ella y en el verano pasamos unos días en Donostia, en su casa. Comimos con toda su familia y tuvimos una alegre sobremesa. La observé feliz junto a los suyos, y entonces pude vernos desde la ventana de sus ojos. 

Vi pasar todos los errores de mi vida y comprendí en aquel momento todas las cosas importantes que yo dejé pasar e irremediablemente, ya había perdido.
Allí supe con toda certeza, y vi con toda claridad como me cegué en eso de querer vivir, y como vencido por el desapego no supe apreciarlas para acabar impedido en lo de querer a los míos. Durante años valoré esa pérdida emocional sin encontrar consuelo.

Por la noche vimos los fuegos artificiales, a lo lejos, y estábamos allí, con ella, con los suyos, en lo más importante.

Madrid, 31 de octubre de 2017
Antonio Misas